viernes, 6 de mayo de 2016

HISTORIA DE LOS APELLIDOS


Ya no seré azafata (por Ingrid Beck)

Estaba en la playa, recostada en una lona, mirando de reojo a mis hijos mientras jugaban en el mar sin olas.
A mi alrededor, decenas de jóvenes –chicas y chicos– tomaban sol, mate y un brebaje que parecía ser fernet con Coca.
Por el laberinto que dejábamos los grupos juveniles y yo desfilaban otros pibes, repartiendo entradas para los boliches nocturnos.
Deben haber pasado cinco “tarjeteros” por delante de mí, por detrás y por mis dos costados.
“La mujer invisible existe… y soy yo”, me dije.
“No me van a dar una tarjeta, claro”, reflexioné.
Fue de esos momentos entre iluminados y ridículos en los que me doy cuenta de que estoy mayor.
Para cualquiera que viera la escena, que el tarjetero ni siquiera desviara su mirada hacia mí, era una obviedad.
Pero mi alma joven todavía esperaba ser invitada a bailar, casi como fuera del cuerpo de señora de 46 que preparaba las toallas para cuando los chicos salieran del mar.
¿En qué instante las mujeres nos resignamos a que ya no seremos azafatas ni modelos ni bailarinas, y los hombres asumen que ya no jugarán en primera, ni en la B ni en la Z de ningún club, ni siquiera de barrio? Cada uno tendrá su instante, me imagino.
Lo que me intriga es saber qué hacemos después de ese instante, qué sobreviene: ¿depresión, resignación o alivio? Aunque no soy ejemplo de nada, lo mío tiene que ver con la resignación pero también con la acción.
Ya no seré azafata, ni bailarina, ni siquiera modelo de manos.
Tampoco seré muchas otras cosas.
Pero si bien soy una pésima acreedora, empiezo a creer que al menos podré obligarme a saldar alguna deuda pendiente conmigo misma.
Aclaración importante: mi saldo deudor no tiene que ver con escribir columnas de autoayuda en los diarios, aunque hasta aquí lo parezca.
Eso de dar lecciones de vida se lo dejo a los que usan nafta para el espíritu.
“¿Sentiste a los asuntos pendientes volver hasta volverte muy loco?”, pregunta Andrés Calamaro en “Crímenes perfectos”.
Puede ser.
¿A quién no le pasó en épocas de estudiante cruzarse con una “persona mayor” en la misma clase y preguntarse por qué alguien que se supone que ya tiene una vida encaminada encara una cursada que parece interminable? ¿Quién no observó con mezcla de admiración y desconcierto a madres y padres que, con hijos fuera de la casa familiar, se deciden a practicar algún instrumento, inician un taller literario o inclusive se inscriben en una carrera universitaria? ¿Será que aunque ya no nos dé para ser bailarinas ni el 9 de Olimpo podemos aprender a manejar para dar un buen volantazo? La contadora Claudia Piñeiro lo hizo y lo cuenta así: “En 1991, estaba trabajando de gerente administrativa en una empresa que tenía una sucursal en San Pablo.
Tenía que viajar para hacer la auditoría de los tornillos con los que se hacían unos compresores de aire, una cosa tremendamente aburrida.
Yo iba en el avión, supongo que iba llorando, y leo en un recuadro muy chiquito en el diario el llamado a concurso de ‘La sonrisa vertical’, el certamen de la editorial Tusquets.
Yo ni siquiera sabía que se trataba de un concurso de literatura erótica.
Lo único que pensé fue: ‘Vuelvo y me pido vacaciones y escribo una novela para esto, porque si no yo me voy a quebrar’.
La novela se llamaba ‘El secreto de las rubias’ y quedó entre las diez finalistas, aunque luego no se publicó.
Me di cuenta de que escribir era algo demasiado fuerte y, aunque siempre escribí, ya no podía postergarlo.
Apareció como un salvavidas que me tiraron en ese momento”.
Así que a veces no son larguísimas cavilaciones ni años de terapia.
A veces es sólo un aviso en el diario.
O un tarjetero apuesto que no nos ofrece su descuento para ir a bailar a la noche al boliche top del balneario de moda.
Es reconocer el impulso que nos empuja a dar el salto… y saltar.
Para alcanzar el deseo.
Para saldar las deudas con uno mismo.
Yo, por ejemplo, durante muchos años fantaseé con cantar.
No lo hice.
Por h o por b, por timidez o por falta de tiempo, porque para qué a esta edad, porque me daba miedo desafinar, porque igual nunca llegaré a ser Amy Winehouse, aunque soy judía, ni Adele, aunque esté gorda.
Pero un día mi amiga, música genial y profesora de canto, Alina Gandini me invitó a probar su taller.
Y resultó una droga alucinante, de esas que no podés dejar.
De esas que te hacen feliz un rato largo, que las tomás y tienen efecto duradero, de esas que vale la pena probar alguna vez en la vida.
Y la fantasía de cantar se hizo real.
Canté, canto y cantaré.
Mal, más o menos, bien.
Pero siempre feliz.
Confieso que pasé un rato buscando un sinónimo para no repetir el adjetivo “feliz”, y no se me ocurrió ninguno.
Ahora estoy pensando en volver a las clases de piano que abandoné cuando tenía 15 años, y los tarjeteros me llenaban de invitaciones para entrar gratis a Sabash.