jueves, 25 de junio de 2015

PSICOLOGIA  › SOBRE EL CUERPO DE LOS NIñOS

Parentalidad violenta

› Por Por Sergio Zabalza *
A escasos días de celebrarse el Día del Padre, vale considerar que la violencia contra los niños se encuentra emparentada con la violencia contra las mujeres: lo que está en juego es un patrón simbólico: el modelo de autoridad patriarcal que hace del hombre el dueño del cuerpo de la mujer y los niños. Un desquicio al que algunas mujeres adhieren por enigmáticas razones: quizá desamparo, temor, pusilanimidad, conveniencia, desesperación, ignorancia.
Días pasados una nena de siete años relató en cámara Gesell la forma en que su padrastro mató a su hermano de cinco años. El hombre también acostumbraba a golpear a la mamá de los chicos, quien sin embargo intentó ocultar el crimen de su pareja y victimario. En forma casi simultánea, en la localidad de Pilar detuvieron a otro hombre por abusar y matar a una nena de dos años. La madre de la pequeña y pareja del victimario se encuentra detenida acusada de abandono de persona; según la fiscal, el cuerpo de la pequeña mostraba antiguos signos de abusos que la mujer no podría haber ignorado. Ambos episodios forman parte de una espantosa serie de filicidios: Tomás, el niño muerto por su padrastro en Lincoln; Martín, ahogado por su madre Adriana Cruz en la bañera; Priscila, arrojada por su madre y su pareja en un zanjón, en Lanús, y la lista continúa.
Si consideramos la posibilidad del masoquismo, la articulación entre violencia simbólica e infancia adquiere ribetes estructurales. Los albores de la constitución subjetiva abrevan de la fantasía de paliza: “ese no sé qué que golpea, que resuena en las paredes de la campana, produce goce y goce a repetir”, según observa Lacan al comentar los tempranos efectos de la materialidad del lenguaje sobre el cuerpo (El Seminario, Libro 17, “El reverso del psicoanálisis”, ed. Paidós). Por algo, en su artículo denominado “Pegan a un niño”, Freud advierte sobre un retroceso de la libido por el cual la frase “El padre me ama” se muda en “El padre me pega (soy azotado por el padre)”. Y Freud señala que “este ser azotado es ahora una conjunción de conciencia de culpa y erotismo”. Cuando se satisface la estructural fantasía masoquista del niño, la repetición puede derivar en desenlaces fatales.
La raíz de toda fantasía violenta es simbólica: detrás de todo exabrupto hay un discurso que lo ampara, sostiene u oculta. El mito del “instinto materno” enmascara que la maternidad es una construcción social, así que la satanización de determinados sujetos soslaya las responsabilidades compartidas ante cada niño golpeado.
Porque: ¿cómo evitar la emergencia de padres golpeadores en una comunidad que todavía admite el castigo físico en la infancia? En efecto, a pesar de estos crímenes horrendos, hay referentes políticos y religiosos que continúan recomendando el “cocazo” o la “palmadita”. Y es probable que la inmensa mayoría de la población haya crecido bajo el supuesto de que un chirlo de vez en cuando no viene mal. “Se me fue la mano”, dijo el hombre que hace un tiempo, en Santa Fe, mató a su hijo de tres años por comer mermelada sin permiso.
Toda la experiencia clínica desaconseja el castigo físico. Los golpes sólo atestiguan la impotencia del adulto ante ese ser impredecible que, con tanto desparpajo como ingenuidad, desafía los supuestos estereotipados que los adultos no nos animamos a revisar.
En virtud de la adhesión de nuestro país a la Convención por los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, el nuevo Código Civil, que entrará en vigencia a partir de agosto, prohíbe expresamente todo tipo de castigo corporal sobre niños. Lo decisivo, sin embargo, estará en los discursos que todos los días escuchamos y pronunciamos. Entonces: ni uno menos.
* Psicoanalista. Equipo de Trastornos Graves Infanto-Juveniles del Hospital Alvarez.

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